Actividad 2: Que los árboles nos dejen ver el bosque

Neus Sanmartí 
Pese a que la unidad uno pudiera parecer a priori demasiado teórica para extraer conclusiones prácticas de aplicación directa al aula, lo cierto es que justo ahí radica, a mi parecer, su gran interés. 
 Si se trata de desarrollar nuestra competencia como docentes de ELE, una autoevaluación diagnóstica inicial es de vital importancia. 
Y en esa propuesta de ejercicio de introspección y de ponerse delante del espejo, que a buen seguro la gran mayoría ya hicimos antes de matricularnos en el máster, hay que saber dónde mirar para detectar las necesidades específicas a trabajar. 

Es aquí cuando traigo a colación la clasificación que Underhill (2000) hace del profesor en función de sus áreas de dominio, que me parece brillante por su clarividencia y sencillez de planteamientos. Lo que resulta más interesante de la clasificación de Adrian Underhill, al margen de su transparencia meridiana, es que cada estadio de desarrollo docente conlleva la consecución del anterior. Dicho de otra manera, por muy experto que sea uno en la dimensión psicológica del aprendizaje y hábil en las competencias personales y sociales, si no tiene unos sólidos conocimientos de la materia y domina la metodología asociada, difícilmente podrá ser considerado un profesor “facilitador” en ese contexto concreto. Los tres perfiles que dibuja Underhill podrían corresponderse con otras tantas vías de acceso a la docencia de ELE, a saber: el profesor “lector” con formación filológica específica pero sin experiencia docente; la persona que por circunstancias de la vida se ha visto en la tesitura de ser “profesor” de español como lengua extranjera y se ha formado a contrarreloj sobre metodologías y técnicas de enseñanza; y por último el docente llegado de otras disciplinas con experiencia en la enseñanza pero sin conocimientos específicos de la materia. Siguiendo este mismo razonamiento, podríamos utilizar la clasificación como brújula para orientar nuestro proceso de formación permanente.

 Confieso que solía evaluar mi perfil como docente en ELE en base a unos parámetros bidimensionales relacionados con el nivel de competencia o conocimientos relacionados a la teoría de la lengua por una parte y a la teoría del aprendizaje por otra. En ese sentido, siendo consciente de la volubilidad de los paradigmas pedagógicos dominantes y sabedor de que el auge de las competencias en detrimento de los contenidos es un signo de los tiempos, coincidía plenamente con el análisis de Juana Gil (2012; 8) cuando afirmaba que:
"Después de varios años de lo que podía denominarse furor metodológico, esto es, de planteamientos pedagógicos merced a los cuales la formación de los futuros profesores de ELE basculaba, sobre todo, en torno a la enseñanza de métodos y enfoques, y el posterior diseño de materiales, se empieza a vislumbrar un giro tendiente a otorgar de nuevo la debida importancia a los contenidos puramente gramaticales o lingüísticos que todo docente de español debe conocer como requisito, percio a cualquier otro, para ejercer su labor." 

  Por otro lado, y teniendo en mente en este caso al sociólogo suizo Philippe Perrenoud (1993) que defendía que “el éxito de los aprendizajes depende más de la regulación continua que de la genialidad del método”, parecía bastante obvio que mis principales carencias como profesor de lengua española residían en el ámbito del conocimiento explícito de la lengua y en la dimensión psicológica del aprendizaje. Abundando en el tema, y centrándose en destacar la importancia de contempar  la perspectiva del alumno, ya apuntaba Sanmartí (2019:19) que: “solo la persona que ha cometido el error lo puede corregir”. 


La buena noticia para aquellos con bagaje docente previo es que las competencias relacionadas a esta esfera “afectiva” serán fácilmente transferibles de otros contextos (el alumnado será el mismo). El reto será el reciclaje continuo para tender puentes entre la ciencia que investiga cómo aprendemos y la práctica educativa, trasladando al aula las evidencias fruto de la investigación. 

Os dejo, ya para acabar, un breve vídeo en el que Adrian Underhill hace hincapié en la dimensión afectiva que todo profesor debe cultivar mostrando un verdadero deseo de ayudar a su alumnado a aprender y teniendo en cuenta y valorando su autoestima.


 Referencias. 
• Gil, J.(Ed.) (2012) Aproximación a la enseñanza de la pronunciación en el aula de español. Madrid: Edinumen.
• Perrenoud, P. (1993) Touche pas à mon èvaluation! Pour un approche systemique du changement. Mésure et Évaluation en Éducation, 16 (1,2): 107-132. 
• Sanmartí, N. (2019) Avaluar i aprendre: un únic procés. Barcelona:Octaedro. 
• Underhill, A. (2000). «La facilitación en la enseñanza de idiomas». en Arnold, J. (ed.)
La dimensión afectiva en el aprendizaje de idiomas.
Cambridge/Madrid. Cambridge University Press.

Comentarios

  1. ¡Excelente reflexión la tuya, Joaquín! El análisis que has hecho me ha resultado muy interesante y me ha ayudado incluso a entender mejor la importancia de ese "reciclaje continuo en el que nos vemos envueltos los que nos queremos dedicar de alguna manera a la enseñanza.
    ¡Y muy ingenioso lo del profe "habieledoso"! ;)

    ResponderEliminar
  2. Me parece muy completa e interesante la aportación que has compartido. Me ha encantado los componentes de esa ''brújula'' de orientación para el buen docente y el video final de la entrevista a Adrian Underhill.

    Mi más sincera enhorabuena por el trabajo realizado.

    Muchas gracias compañero

    ResponderEliminar
  3. Joaquim,

    Muy interesante todas tus reflexiones. Coincido contigo en la idea de que por muy experto que sea uno en la dimensión psicológica y hábil en las competencias personales y sociales, si no tiene unos sólidos conocimientos de la materia difícilmente podrá ser considerado un profesor “facilitador”, sin embargo un profesor muy experto en la materia que no considere la dimensión afectiva puede ponerlo todo a perder.

    Enhorabuena, nos seguimos leyendo.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario